El columnista

Metáforas de la vida y de la muerte. Definiciones de un oficio que dominó como nadie. Sólo una negrita. Un puñal: «Esos grandes desmemoriados de hemeroteca o de Casino que leen a los muertos con más placer que a los vivos». Es un Umbral melancólico, de principios de año. También delicioso. Y duro.

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LOS PLACERES Y LOS DÍAS

El columnista

FRANCISCO UMBRAL

EL MUNDO; 10-1-1998

Ese surrealista italiano que ahora ha muerto, se había comprado hace tiempo una parcelita en el cementerio y todos los días se llevaba flores a sí mismo. Era un gesto de humor negro. Creo que yo mismo -y todos los que escribimos a diario- me llevo flores cada mañana. Una columna, aunque sea política, es un ramo de palabras que en principio tejemos en nuestro propio honor y memoria. Escribimos para que se nos recuerde, aunque escribamos olvidando o para olvidar algo.

La columna puede ser frívola, mundana, pasajera, humorística, política, grave, crítica, pero en principio no es sino eso: una corona de palabras, alegre o triste, que trenzamos cada día para que alguna vez se nos recuerde por ella. Yo he frecuentado el cinismo de decir que escribo por dinero, pero más cínico -y más verdad- es decir que se escribe para que no le olviden a uno. Mi cotidiano ramo de palabras lo llevo al periódico, pero sé que los plurales cementerios de las hemerotecas, los archivos, los ordenadores, los papeles, todos los medios de reproducción de la obra de arte -tan oportunamente estudiados por Walter Benjamin-, no sólo conservarán la esquelatura de mi prosa, sino que la multiplicarán.

Un columnista no es sino un hombre que se lleva flores a sí mismo todos los días, pues sabe que primero -en seguida- morirá su columna, y luego morirá él, si antes no muere su memoria. Nadie tan obstinado por perdurar, ni siquiera el poeta puro.

Pero se trata de una obstinación modesta, gacetillera, laboral. Casi quisiera uno que sólo le recordasen a medias, como el que dijo tal cosa, entre tantas cosas como decimos los escitores de periódico. Se trata, sí, de quedar un poco, sin panteón de hombres ilustres; sólo en el pequeño nicho de un recuadro -ya la columna tiene hechura de tumba sencilla-, perpetuado por un solo artículo, habiendo escrito tantos, ese recuadro que sale una mañana con tintas casi fúnebres de esquela mortuoria, por azares de taller.

Todas las mañanas buscamos nuestra columna en el periódico como ratificación de que estamos -de que seguimos- vivos, y lo que encontramos es una esquela urgente que a la noche estará muerta y al día siguiente olvidada. Con el pequeño dinero que nos pagan en el periódico vamos comprando ese ramillete de cada día, cambiando de humor y estilo y tema todos los días, pues alguna de las columnas, vaya usted a saber cuál, quizá ésta, es la que quedará en la memoria de esos grandes desmemoriados de hemeroteca o de Casino que leen a los muertos con más placer que a los vivos, pues que gustan de comprobar, con cierta dulce crueldad, que el muerto se equivocó en el cambio de ministros, mientras que con el vivo nunca se sabe.

Me gusta que la ocurrencia de las flores sea futurista, vanguardista, surrealista, porque uno empezó en esas cosas, hizo su bachillerato clandestino en esas escuelas, que estudié como nacientes cuando ya estaban muertas. Hay teatro del absurdo y poema surrealista en eso de llevarse uno flores a sí mismo todos los días. Yo lo venía haciendo durante muchos años sin saber por qué ni para qué. Y hasta creía que el artículo era por ganarme la vida. Y era por ganarme la muerte.

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