Doctor Rivera

Artículo publicado en EL MUNDO de Andalucía el 24 de marzo de 2007

Por ANTONIO SOLER

Doctor Rivera
Agustín Rivera se compró una gorra de peliculero y se metió en un barco pirata. El rodaje de la segunda película de Antonio Banderas. Redactor de este periódico, corresponsal en Japón, saltimbanqui por no sé cuántos países asiáticos, Riverita vio carne de reportaje en esa aventura y ahora publica un libro con parte de lo que husmeó. El viaje de los ingleses. Muchas voces, muchos días de rodaje y muchas opiniones. Agustín se veía obligado a distinguir el grano de la paja. Pero parece ser que ya se había comprado un cedazo el día que entró en la facultad de periodismo.

El camino de los ingleses, película, tuvo muchas almas. La de Banderas, Meliveo, Xavi Giménez o Amarilla. Lo que está claro es que Rivera ha sido el notario de todas ellas. Y también de la de los secundarios, los cámaras, operarios, maquilladoras. Agustín ha descorrido las cortinas para que el público vea el esqueleto de una película. Además, se metió a investigar en el proceso creativo, en los resortes que dieron pie a una novela, después a un guión y definitivamente a una película. Ahondó por ahí.

No lo tuvo fácil. Iba a ser un extraño en un circo en el que todos se conocían, un espía con grabadora. Tuvo que ganarse la confianza de todos. Y lo hizo, hasta el punto de que nadie podrá recordar el rodaje de esa película sin echar mano de aquella viserilla de color crema, su uniforme de peliculero, yendo de un lado para otro. En el rodaje y en su trastienda. Agustín Rivera es doctor en El camino de los ingleses, en sus tres versiones. Todo lo que ocurrió entre el inicio de la escritura de la novela en un hotel de Sintra y el pase de la película en la Berlinale casi cinco años después lo sabe Riverita. Metros rodados, soledades, vagabundeos por el mundo, cabreos agarrados, llantos, ilusiones, maneras de trabajar, pulsos, generosidad, miedos y gestos valientes.

El viaje de los ingleses es un iceberg de todo eso. Cualquier buen libro es un iceberg. El lector intuye que el autor sabe mucho más de lo que el texto que tenemos entre las manos estrictamente nos dice. Sabe más de Banderas, de su modo de dirigir, del modo de componer y de ser de Meliveo, de cómo abordan la interpretación los actores, y ese conocimiento va empapando la escritura y enriqueciendo con matices lo que cuenta. Y lo que no cuenta queda ahí transparentado, como se transparenta el hielo del iceberg bajo las primeras capas de agua. Al final, contar bien una historia no es otra cosa que elegir, elegir lo que contamos, lo que insinuamos y lo que ocultamos.

La capacidad de trabajo de Agustín fue pasmosa. Nunca se supo que estuviera cansado ni enfadado, ni siquiera cuando raramente el Barsa de este culé beligerante perdía. Trasteaba los camerinos, correteaba desgarbado (a una velocidad de más de cuatro kilómetros por hora Agustín no tiene precisamente desenvoltura de atleta), iba de un lado para otro, miraba el combo y cuando lo dejaban, que era casi siempre, iba a la sala de montaje y se quedaba allí, viendo los trozos de película y viendo cómo los demás veíamos esa película que iba gestándose en el vientre, lleno de máquinas, de Banderas.

Si a Rivera hubiese que achacarle un fallo, si hubiera que ponerle un pero a los cuatro o cinco años que duró todo este proceso, sería a su incapacidad para no mantenerse sereno y soltar una carcajada cada vez que oía el grito «¡Hopo!». En las repeticiones de la secuencia en la que el Picardi le gritaba al Babirusa esa palabra indicándole que se largara de sus territorios, hubo que evacuar a Agustín de las inmediaciones del combo para que no machacara el sonido con su risa contagiosa. Se le puede perdonar viendo el iceberg de su libro, ese viaje de los ingleses, un triunfo de la voluntad y el talento por encima de las adversidades.

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