Niponas. Un viaje a Japón

Martín Caparrós cubrió para una televisión argentina el Mundial de Fútbol de Japón-Corea. ¿Cuándo se jodió Argentina? Pronto. Pero el jodimiento de su selección patria le brindó conocer la amabilidad tokiota, cómo la gente se desvive en la metrópolis más fascinante del planeta por enseñarte cómo encontrar una calle, acompañándote hasta donde haga falta. Todo para el gaijin se sienta cómodo. Como en casa, algo bastante improbable en Tokio.

Caparrós está arropado por su portátil al que sólo le queda media hora de batería. Jesús Aguado, que desde hace justo tres años vive en Barcelona, lo sabe y abrevia la presentación, antes de definirlo como Sean Connery en El hombre que pudo reinar. En la tercera fila le escuchan Carlos Font (capitán de la revista Zut), José Antonio Garriga Vela, recién llegado de Turquía, y Juan Bonilla, que lleva en el mano el último libro caparroniano, editado por Herralde, en Anagrama. Fue anoche, en el Instituto Municipal del Libro (Paseo de Reding), dirigido por Alfredo Taján. Conferencias Astronautas, Testimonios contemporáneos sobre el Lejano Oriente.

Este periodista argentino empieza hablando de la crónica. «Soy un cronista«, afirma. El eterno desorientado, dando vueltas a ver si alguna vez encuentra algo que no descubre. La crónica como literatura urgente (cita a Juan Villoro). El cazador de crónicas, que siempre tiene que estar atento a lo que salta. Nunca se sabe dónde va a ocurrir la historia.

Tres semanas estuvo Caparrós en Japón. Casi se centró en Tokio. Viajó también a Kioto. Y algún otro lugar que no quiso compartir (en público). El nombre de Japón. Nippon. «Hay pocos países en el que el nombre propio sea tan distinto a como lo escriben o pronuncian los extranjeros». La meticulosidad, el miramiento. El horror por la mancha. Los hoteles cápsula. El porno sucio que exhiben en la tele.

Anécdotas sabrosas (y negras): cada dos meses un japonés muere por culpa del fuju, «un veneno», asegura, «que puede matar a 600 vacas». «El fuju mata, es una ruleta rusa con escamas». La metáfora del mercado de Tsukiji, situado muy cerca de la sede central del Asahi Shimbum, el segundo periódico con más tirada del planeta (el primero es el Yomiuri).

Los semáforos largos, eternos. «El momento japonés perfecto». El alivio de no entender nada, de un lenguaje indescifrable, fijarse en los detalles, en los movimientos de las personas, en los gestos, en los detalles, en vez del lenguaje, como ya significó Roland Barthes en El imperio de los signos, recientemente reeditado por Seix Barral. No hay letras, hay dibujos. Aprender a mirar, simular la mirada. Observadores fieles. Idioma plástico, de formas muy variadas.

Caparrós, sigue abundando (y yo sigo apuntando, azotado-transportado-animado por los recuerdos de mi vida, de Testigo Directo en Tokio, de mis años nipones en Salamanca, en Málaga, en Madrid…), la tímidez muy tímida, el temor al rechazo o a la aceptación del amor (todo esto entre comillas: aunque no las ponga, sólo los paréntesis son de mi cosecha). El horror ante la sombra de un conflicto. La brutalidad sujeta a reglas. El viejo Japón es melancolía.

El poder del saber, la jerarquía triunfante. Son tan, tan amables… ¿Qué es la amabilidad? Caparrós, siempre Martín Caparrós: «Es el arte de mantener perfecta la distancia». Ciudad realmente vertical, donde la peluquería puede estar en la planta séptima. Tres semanas en Japón. Las carcajadas siempre son de extranjeras. No he visto a mujeres embarazadas japonesas. Los reyes del pescado. El país de las geishas. Tokio, potencia desatada, donde la multitud está ordenada, no como India.

Entre el público alguien le pregunta por la relación de su experiencia con Lost in Translation. Y yo le digo si se había preparado el viaje con lecturas y si seguía enganchado a Japón. «No, no es un país que me haya dejado huella, no como otros de Oriente, como Birmania». Y la batería del portátil duró media hora, 30 minutos contando sus 3 semanas en Japón. Eran las 9 y 33, siete horas más en Shibuya.

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